A simple vista
Con mirada fija, actitud sumamente retraída y sintiéndose apesadumbrado, como pensando en algo sumamente lejano, allí estaba él, en un banco dentro de aquel inmenso parque.
Sentado y usando una camisa de cuadros azules y blancos, delimitados por líneas de amarillo tostado; con largas mangas aún ajustadas a los puños. Su respiración era prácticamente imperceptible, tanto que difícilmente se detectaba.
Toda su ropa estaba gastada, al igual que una pequeña agenda color caramelo, que apenas asomaba en uno de sus bolsillos; llevaba el cabello largo recogido sobre su nuca y barbas que, a simple vista, le cubrían casi hasta las rodillas. Pero a pesar de todo, su higiene era tan impecable que, incluso, podía percibirse, aún con los ojos cerrados.
Mirándole muy firme, sentí que lentamente un halo de misterio penetraba mi cuerpo. Era la sensación de ser absorbido por un gran remolino, que sin ningún maltrato me adentraba en su mente.
Así fue que, en pocos instantes, me sentí dentro de su cuerpo, sentado, inclinado hacia delante. Teniendo el mentón sostenido sobre mis manos y los codos apoyados sobre mis rodillas, pude mirar (en medio de mi estado letárgico), sus zapatos muy acabados, que alguna vez, seguramente, abrazaban sus pies con la ayuda de cordones completamente nuevos.
Pero, ojalá eso hubiese sido todo cuanto pude percibir. Digo «ojalá» porque, al siguiente momento, experimenté una sensación de opresión en el pecho tan fuerte como de muerte y un hambre con ardor estomacal, que sólo eran superados por el temblor de mis débiles brazos y manos. Me sentía como atado, deprimido y muriendo.
Con garganta reseca en un primer instante, que quise humedecer tomando un trago desde mi propia boca, el cual pareció insuficiente para hidratar mi cuerpo. Sin embargo, tan sólo en dos segundos, el trago sabía a Dioses y pasé, de estar sentado en aquel banco solitario en el parque, a estar en una fiesta.
Sin duda alguna yo era, mejor dicho, el cuerpo que yo ocupaba en ese momento era el del anfitrión de aquel evento, durante ese día. Era el legendario Roy, dueño de la empresa donde había trabajado en dos oportunidades, 20 y 10 años atrás.
La sensación de plenitud que pasé a experimentar (en ese cuerpo), en tan breves instantes, no podía compararse con nada previamente vivido. Opulencia y derroche de sabores, olores, colores y, muy especialmente, de adulaciones que me rodeaban.
No podía pasar ninguna persona a mi lado sin antes dedicarme un elogio.
—Roy, te felicito. Como siempre incomparables tus reuniones!
—Roy. ¡Eres único!
—Roy… Amigo mío.
Obviamente, por lo avanzado de la fiesta y sus disfrutes, ni notaban mi cara de asombro al yo tratar de identificar quiénes eran ellos y dónde estábamos. No obstante, rápidamente entré en sintonía, ya que al parecer también había disfrutado mucho y, además, el alcohol se apoderaba de mi control. Por lo que, con gran esfuerzo por recordar, sólo podría decir que pasé rápido de mi asombro a un estado donde lograba apreciar sólo imágenes borrosas. Eso incluye, la puerta de salida de aquella reunión, con muy pocas personas despidiéndose y mi habitación, a la que me llevaron dos caballeros finamente vestidos, los cuales, pudiera decirse que, eran mis asistentes personales o algo parecido.
Al día siguiente, al despertar, parecía que la cabeza se me iba a estallar; con casi medio cuerpo hundido en una gigantesca almohada y en medio de una inmensa cama, estaba en una habitación que, como era de esperarse, no era la mía. Entonces, a pesar del malestar, comencé a recordar y recordar. Mis pestañas se enredaban entre ellas mismas y, al llevar mis manos hasta los ojos para estrujarlos, sentí la puerta abrirse y al mismo tiempo entraban varias personas.
Una de ellas abrió las cortinas de la gigantesca ventana, otra me enderezó sobre la cama y, finalmente, alguien más me colocó un extraño equipo portátil blanco sobre la cabeza. Uno de los caballeros pareció desaparecer, sin embargo, no fue así, había pasado por una de las puertas hacia las áreas de baño.
Me acompañaron, sosteniéndome de ambos lados para que no perdiese el equilibrio, hasta meterme en un jacuzzi. Al sumergirme y sentarme en aquella bañera, aunque el agua estaba tibia, me resultaba muy desagradable por el malestar; me hicieron tomar dos pastillas de al menos tres tipos diferentes.
Ya era mucho mi asombro. «Si me están envenenando tampoco importa, ya que todo parece tan real que lo más probable es que esté enloqueciendo y nada de esto exista», pensé entonces.