Las personas venimos al mundo con todo lo necesario para lograr nuestro cometido en éste pero en muchas ocasiones, todo el equipaje que traemos para lograr ese plan divino que nace desde lo más profundo del alma humana no es, necesariamente, lo que los demás esperan o desean de nosotros y para nosotros.
Entonces, comienza una guerra entre lo que realmente somos y lo que el grupo al que pertenecemos, familia, amigos, sociedad, cultura, etc., quieren que seamos.
Se libran batallas que algunas veces se ganan y otras veces se pierden, y lo importante para los individuos es que en esa guerra nuestras verdaderas personalidades y, en muchos casos, los dones que traemos con nosotros se van alterando hasta el punto en que ya no somos ni la sombra de lo que pudimos haber sido y como si eso no fuera suficiente, vamos llenando un costal con todas esas características, cualidades y actitudes que hemos dejado fuera de nuestro ser y por extraño que parezca, nos pesan.
Cuando nuestro costal se ha llenado las personas nos deprimimos, comenzando a experimentar lo que se conoce como la crisis de la media vida, pues es en esa etapa en que las mencionadas características que llegan con nosotros al nacer, vuelven a tomar fuerza y tratan de salir de su prisión pues tienen algo que dar al mundo y como consecuencia, se desata un conflicto tan instintivo como Divino por el que vale la pena luchar.
Mi deseo al escribir este libro, es invitar a los lectores a que reflexionen a profundidad quiénes son y quiénes pudieron haber sido, pero no para que se entristezcan, sino para que su energía se dirija a integrar las partes que le fueron arrebatadas a ese ser original que un día nació completo.
Tal vez haya cosas que hoy resulten prácticamente imposibles de llevar a cabo, pero hay todavía muchas otras por las que podemos luchar, confiando en que todo lo que nos haga falta lo obtendremos en el momento en que saltemos de esta vida a la próxima.
Por lo tanto, nuestra tarea es que vayamos a ese viaje ligeros de equipaje, al traer puestos la mayoría de nuestros dones y características y dejemos en el costal, lo menos posible.
Fe y valor son ingredientes necesarios, pero antes que podamos tener acceso a ellos tenemos que cubrir un requisito que no es otra cosa que rendirnos. Teniendo claro que rendición no es lo mismo que derrota, sino aceptación de la realidad.
Hace un poco más de veinte años, un hombre abrió los ojos después de haber dormido por largo tiempo y tras unos momentos, se percató de que todavía estaba soñando. Se veía a sí mismo, parado en lo más alto de un peñasco frente a la azul inmensidad del mar.
El aire soplaba intensamente, alborotando sus canas e hinchando su ropa como velas. Las olas empujadas por el viento viajaban rápidamente, golpeando las rocas y deshaciéndose en miles de pequeñas gotas que salpicaban las grietas del acantilado que, como las arrugas de un rostro, el tiempo había creado.
El sol se encontraba justo a la mitad del horizonte y nadie habría podido distinguir, si se estaba elevando en un glorioso amanecer o si se hundiría en el océano para dar paso a su inseparable luna.
De pronto, el hombre aquel se dio cuenta de que entre sus manos tenía una caja de madera tallada cubierta de metal dorado e infinidad de pequeñísimas figuras de todo tipo; igual había casas que animales y personas. Piedritas que con la luz del sol lanzaban destellos de colores, enmarcaban lo que parecían ser diminutos escenarios.
Volvió a levantar la vista y se sintió increíblemente liviano, una inmensa sensación de paz y tranquilidad comenzó a penetrar todo su cuerpo. Nada había en ese momento que pudiera perturbarlo, se sintió en una completa armonía consigo mismo y con el universo.
Por un momento, su mente, ansiosa por encontrar una razón clara, intentó preguntarle al hombre aquél lo que estaba sucediendo, pero nadie le respondió. Así de grande era la felicidad y la alegría que experimentaba.
Permaneció ahí durante un tiempo y ni él mismo supo cuánto, pues el sol estaba inmóvil y nada cambiaba en el paisaje hasta que, de pronto, se despertó y aunque por un instante tuvo dudas, éstas se disiparon pues ahora estaba acostado en la cama y Miranda, su esposa, dormía y roncaba plácidamente a su lado.
La sensación de alegría, paz y seguridad, permaneció con él por unos instantes más y no quería moverse pues pensó que tal vez al hacerlo, todo se esfumaría. Volteó para ver el reloj, eran las 6:45 de la mañana y en pocos minutos comenzaría toda la actividad diaria. Ya no podía permanecer acostado.