“Se sentó junto a mí en el piano; comió en silencio, con gusto, saboreando cada bocado sin dejar de mirarme. Yo seguía tocando, feliz de sentirlo cerca, sintiendo su olor, su maravilloso y único olor, mezcla de canela y madera preciosa.
—El sexo debería ser prohibido entre dos personas que no se aman —dije, con un tono de voz falsamente neutro—. Es demasiado intenso, ¿no crees?
—¿Y qué otro descubrimiento fantástico quieres compartir conmigo, mi adorable Cristóbal Colón?
Enrojecí. Había quebrantado el pacto de silencio; tal vez, él ya sabía lo que yo le decía. Era diez años mayor que yo, había amado más, sufrido más, quizás... Debía saber que el amor era la sazón principal del sexo. De lo contrario, era grotesco. Era como bailar sin música. Caminar sin rumbo. Posar gestos que no tienen razón de ser. Comer sin sal.
Se levantó después de terminar sus rodajas de manzana, y se desplazó al lado opuesto del piano de cola, mirándome intensamente. Esta vez, no pude descifrar su mirada. Se recostó lentamente sobre el piano, su vientre frotándose en la madera, acercándose a mí, despacio, muy despacito, como un felino llegando lentamente a su presa, deseando que no se espante; y cuando su cara estuvo muy cerca de la mía, me besó. Era un beso como la primera vez. Concentrando todos los sentimientos, todas las emociones, todas las angustias, en nuestros labios mensajeros y cómplices, temblorosos y ávidos.
Un beso con un ritmo lento, exquisito, dejando tiempo a mi disposición, para explorarlo suavemente, explorarlo como si no lo conociera, aunque en realidad su sabor me era tan familiar, tan excitante. La textura de sus labios, la ruta que siguen, y el conocimiento de mi sensibilidad particular. Abandoné mi “Claro de luna” y comencé a jugar con su pelo; un gemido mío ahogado en él...
El beso abandonó su calma para volverse exigente, como un niño malcriado... y lo satisfacíamos. Abrí brevemente los ojos y noté que la boca de Roberto no quería abandonarme, y aunque suave, era persistente. Volví a ella, cerrando los ojos a todo, excepto al cambio en mis sensaciones, que descendían peligrosamente a mi vientre, un poco como si su beso hubiese encendido la pólvora que progresaba irremediablemente, y hacía nacer otro deseo. Éste, más fuerte, más torturante, menos púdico. Poco a poco, todo mi cuerpo se encendió. Le susurré cómo quería hacer el amor con él, y sonrió, satisfecho de verme tan locuaz, tan desinhibida, tan yo misma.
—Me alegro que tu deseo esté al mismo nivel que el mío... ¡La alumna sobrepasó al maestro! —me susurró.
—Sí, pero el maestro debería estimular mi razón y tú estás logrando que la pierda, amor...—sonreí.
Se deslizó lentamente del piano, y girando mi cuerpo sobre la silla rotatoria, separó mis piernas, se arrodilló ante mí, y hundió su cara entre mis muslos.
Se abrazó firmemente a mi vientre.
—¡Ema! Eres tú la que me has hecho perder la razón, la lógica. Tú la que me has hecho creer en el amor... Ema, no quiero presionarte pero…
No dijo más, su cara escondida en mí, su vida detenida junto a la mía, mis manos descendiendo lentamente por su cuello, acercándolo más a mi cuerpo, prendidos uno al otro, como si arraigados de esta manera, esta tormenta que se llama la realidad, no nos separaría.
Pasó mucho, mucho tiempo, los dos en silencio. Creí sentir sus lágrimas en mis muslos, pero tal vez eran las mías saliendo por sus ojos. Acariciaba su pelo como si quisiera calmar el niño herido en él. No sabía si hablarle, o quedarme callada.
Tenía la impresión de que nos comunicábamos tanto ya mentalmente, que las palabras eran realmente superfluas. Entonces, levantándose, y con una extraña mirada en sus pupilas, a años luz del infinito placer que había leído en ellas momentos antes, lo escuché decirme:
—La muerte es la solución a muchas obsesiones, porque es definitiva.
Su comentario heló mi sangre. No contesté. Lentamente, se volteó, dejándome sola, escuchando sus pasos sonoros en el mármol.
Me volteé bruscamente hacia el piano, y lo golpeé, como si fuera él el culpable de todos mis males. Me ofreció una cacofonía de sostenidos y bemoles. Don Ludwig hubiera aprobado mi epílogo con beso después de su “Claro de luna”, pero seguro que no esta “masacre” de teclas en este instrumento tan sublime. Volví a golpear el piano, una y otra y otra vez, llorando furiosa. Sentí que los pasos de Roberto en las escaleras se detuvieron, pero no regresó a mi lado. Conocía la causa del momento que estaba viviendo, y decidió que lo mejor sería dejarme sola con mi dolor, para digerirlo, domarlo, y acorralarlo.
A él, le esperaba la misma ardua tarea. Nuestro amor era un amor como… un tango. Nos acercábamos mucho, para luego separarnos breve, muy brevemente, tomar aire, y ordenar nuestras ideas. Pero él, a veces se separaba de mí, en el momento en el que yo más lo necesitaba.
Tal vez no daba libre curso a mi violencia amorosa por él, por ser mujer, y todo lo que eso implica. La sociedad ve mal el hambre sexual y amoroso en una mujer. Lo califica de desesperación, y otras palabras menos decorosas. El tiempo y el paso de los siglos, no cambiaron nada en esta dualidad de los géneros, en lo que amor se refiere. Los hombres, siempre pudieron expresar más libremente sus deseos, puesto que son admirados como más hombres al hacerlo; mientras que nosotras, las mujeres, tenemos que mitigarlos, ponerles un freno para no ofender a nadie, impedir comentarios hirientes.
Creo que hasta en los momentos más desinhibidos de nuestro amor físico, sintió él esa pequeña, pequeñísima reticencia mía, esa minúscula puerta cerrada que le impedía acceso total e integral a mí... Esa puerta, en él no existía. Se había dado completamente a mí. Sin pudor. Sin miedo al sufrimiento que lo esperaba al final. Si bien los hombres pueden expresar sus deseos, expresar sentimientos es propio de una ínfima minoría. Roberto, afortunadamente, era parte de ese grupo minúsculo, que no teme perder su masculinidad al pronunciar un “te amo” con toda la intensidad con la que los hombres, también, son capaces de sentir, de sufrir, de soñar. Nunca dudó de su hombría, y nunca escondió su lado femenino, presente en cada hombre. Y lo amaba aún más por eso, por estar tan seguro de sí mismo, y por no ahogar su dualidad.
Y ahora se alejaba, y yo oía sus pasos en el piso de mármol, porque esa puerta, esa última puerta cerrada en mi ser, él trataba de abrirla, sin saber si lo iba a lograr. Sin saber si yo le iba a dar acceso...”
☼ ☼ ☼