El suboficial sirio a cargo del puesto de guardia de la puerta del septentrión, habitualmente utilizada para el ingreso a la ciudad de los carretones de granos y tropillas de animales para faena provenientes de los asentamientos agrícolas del valle del Yarden, se llevó la mano a la frente y entrecerró los ojos para protegerse del sol.
La nubecilla de polvo bajaba raudamente de la meseta chata, por el viejo camino de los mercaderes. Al llegar a la zona de las colinas terrosas se perdió en una de las tantas hondonadas para reaparecer, poco después, en la cima de una loma. Ahora podía verles con claridad. Un jinete solitario con cuatro caballos de refresco no parecía ser una amenaza, pero en tiempos de fiesta en el Templo judío las medidas de seguridad, así como los castigos por faltas de disciplina, se extremaban. Entonces el sirio no dudó. Con rápidas voces de mando puso en movimiento a la dotación de la puerta, media docena de velites samaritanos recientemente reclutados, y al optius, el encargado de las tablillas y punzones.
El jinete cabalgaba con la tropilla a la grupa. Una soga atada a los pescuezos mantenía a los animales a raya y, al parecer, era buen conocedor de las reglas de la milicia. A un cuarto de estadio, distancia a la que se daba la voz de alto y todavía se estaba fuera del alcance de las pilum de los samaritanos, se detuvo.
El optius miró el disco dibujado sobre la losa de piedra. La sombra que proyectaba el obelisco de mármol marcaba el fin de la segunda hora del día, y así lo anotó en el estaño laminado que forraba la tablilla de registro, debajo de la data.
– ¡Identificaos!
El grito del suboficial, amplificado por la bocina de bronce, se expandió libremente en la soledad del desierto.
– ¡Primer centurión Estatilius Jovianus, VI cohorte Adelus, Guarnición de Cæsarea... en misión militar! –le respondió una voz ronca.
El suboficial dudó. El polvo blanquecino que tapizaba al jinete y a las bestias decía a las claras que venían de un largo viaje, pero el aspecto desaliñado no se correspondía con el de un centurión de primera de la cohorte pretoriana del Præfectus Iudaæa. Sin embargo el latín de cuartel que hablaba sonaba auténtico.
– Preparaos –dijo por lo bajo a sus subordinados. Después levantó la bocina y la llevó a la boca– Avanzad, a paso lento…
(Pág. 15 – LA SOMBRA DEL JABALÍ – Segunda parte)
El toque de un silbato lejano llegó rebotando en las paredes hasta morir absorbido por los pesados cortinados. Pilatus bajó lentamente el brazo que sostenía el códice, levantó la cabeza del apoyabrazos y quedó expectante, los ojos bien abiertos y el oído atento.
No había transcurrió mucho tiempo cuando, por detrás de la cortina que separaba a la sala de lectura con el recibidor, restallaron tres golpes de mano amortiguados por el espesor de la tela. Había ordenado que sólo por algo realmente importante fuera importunado y por la espina le recorrió un ramalazo de inquietud.
– ¡Pasad!
Las cortinas se sacudieron y Lucius Septimius Agripa, blanco como la tiza, irrumpió con paso vacilante.
– Domine…
Se había detenido a medio camino entre las cortinas y el diván, con la voz en un hilo y el aliento estrangulado. Odiaba ser portador de malas noticias.
– Ha llegado el emisario que enviamos al reino de Parthia y... tenemos... creo que tenemos problemas... graves.
Pilatus miraba a su asistente con expresión estúpida. El códice le escapó blandamente de las manos y cayó sobre las baldosas verdes, blancas y negras dispuestas en damero. Las hojas amarillentas semejaban las alas de un ave abatida por un flechazo en pleno vuelo.
(Pág. 75 – LA SOMBRA DEL JABALÍ – Segunda Parte)
La pared rocosa, que parecía encajonarse a una distancia de tiro de piedra, enfrió su entusiasmo y le arrancó una maldición. Desorientado, hizo un alto para recuperar el aliento, y mientras se esforzaba en repensar el rumbo secó el rostro empapado de sudor con las mangas de la túnica.
El lugar estaba desierto y el silencio agobiante sólo quedaba cortado por los lejanos graznidos de los buitres. Sin embargo, Caius no estaba del todo tranquilo. Palmo a palmo peinó el terreno buscando algún indicio o señal de presencia humana que justificara su recelo, pero más allá de la sensación incómoda, que atribuyó a la sensibilización de sus sentidos por la sucesión de tan extraños acontecimientos vividos en apenas tres días, el lugar se veía inerte y desolado, abandonada de la mano de los dioses.
De pronto, cuando ya de disponía a volver sobre sus pasos, algo llamó su atención. Muy próxima a la pared rocosa del fondo una delgada línea de luz cortaba en dos la sombra proyectada sobre el suelo arenoso, y sintiendo renacer la esperanza corrió hacia allá.
La diosa Fortuna premia a los hombres que arriesgan, y Caius tuvo el suyo. Los rayos del sol, todavía rasantes, se filtraban por una estrecha abertura natural agrandada por los trabajadores de la cantera, con una anchura suficiente para permitir pasar por ella a un asno cargado. Del otro lado de la raja el terreno descendía, quebrado en nu-merosas fallas naturales y peñascos partidos a golpes de maza, hasta la zona de trabajo, y al fondo del corredor arenoso que le recordara el lecho seco de un arroyo, reconoció a la roca con forma de cajón.
Caius cerró los ojos, sacudió la cabeza y sopló con alivio. Había dado con el sitio, y allá le esperaba la cueva convertida en sepulcro. Con el espíritu retemplado, pensando en cómo encararía asunto tan novedoso para su conciencia como violar una tumba, cruzó la abertura y emprendió el descenso por entre el laberinto de quebraduras y piedras desgajadas.
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El largo sendero, pavimentado con piedras talladas, atravesaba el huerto para perderse bajo la sombra más oscura de lo que a la distancia, y al tenue resplandor lechoso que de improviso había comenzado a levantarse desde el oriente, parecía una galería en peristilo. Los dos hombres caminaban hacia allá, guiados por el delgado, casi imperceptible hilo de luz que dejaba escapar una puerta entreabierta, a la izquierda del sendero.
El del turbante empujó la puerta del modesto cobertizo, separado por un amplio espacio ocupado por setos y canteros floridos de la construcción principal. Seguido por un titubeante Ya’akov, ingresó a la pequeña estancia de ladrillos con techumbre de broza amasada con greda, y al soltar la hoja, por el peso propio ésta se volvió a cerrar con un ligero chirrido de los goznes. El lugar era utilizado por la servidumbre para guardar los enseres de labranza, amontonándose en un rincón azadas, palas y rastrillos de madera y algunas bolsas de lona.
El único mueble, un taburete alto, arrimado a una de las paredes laterales hacía las veces de mesa. Sobre él humeaba una pequeña lámpara de aceite de dos bocas, que le confería al ambiente un aspecto neblinoso y casi irrespirable. Al lado de la lámpara había un morral oscuro, un zurrón de pellejo como el que suelen usar los pastores y viajeros colgados al cinto para llevar consigo sus valores.
– Abrid la puerta… que me falta el aire…
Ya’akov cumplió la orden como un sonámbulo, y quedó por un momento mirando, a la mortecina y vacilante luz de la lámpara, como escapaba por el rectángulo del vano el humo del aceite. Afuera la noche se veía calma y fresca, y ansió poder estar allá, con sus hermanos. Yehuda, que había quedado dentro de la fosa, asomaba la cabeza por encima del borde, y Shimeón se había sentado en el montículo de tierra. La luna, que amenazaba con despuntar de un momento a otro por sobre el muro, ya irradiaba una tenue claridad lechosa sobre una parte del huerto, aunque las sombras proyectadas por la alta pared de piedras que daba al oriente dejaban todavía hundidos en la más completa oscuridad al bosquecillo de naranjos y al sendero.
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