PROLEGÓMENO
Cosa mala es para los hombres la ignorancia. Y con mayores veras es cuando está arraigada en los de oscura alma y bajos pensamientos, porque suele producir en éstos los mayores estragos. Principal ejemplo es el del gañán que persiguiendo un veneficio, por no saber de ortografías, trocó utilidades en hechicerías, perdiendo con ello la vida. Ya lo dijo Alemán, con preclaro ingenio: que el vulgo no repara en moralidades ni nobleza sino en lo que oyó cantar al gallo y lo que le respondió la vaca, porque no requiere esfuerzo y como se coge, se pega. Pero así le va.
No anhela Servidor, por no ser materia de misal ni carne de culto ni patrono de villa alguna, el corregir el barbarismo y número desigual de los ignaros; más, como no somos todos un mismo hombre y un mismo gusto, me ha parecido justo el preservar, para quien quiera aprovecharlas, las doctrinas de quien parece allegado al dar razón, siendo que ha sido castigado por el deambular de una mente errátil y por carecer de ella. Ese, y no otro, es el motivo que me mueve a presentar a Vuestra Señoría los folios que aquí siguen. Porque, considerando no haber libro tan malo donde no se halle algo bueno, es posible que en el exceso de frutos de la imaginación que el autor de estos desquiciados textos ha volcado, encuentre algún lector oportunidad de ensayar conductas en su fantasía y trocarlas en el devenir cotidiano por sus antípodas, tras ver el escarmiento que crían representado vivamente en estas letras. Tal es el único mérito de revivir en la mente ensueños y desvaríos: impedirle a la vida el cobrarnos con vergonzosa condena, como pena de nuestras culpas, el desenfreno de duplicarlos en nuestros libres actos.
Dicho lo dicho, para el mejor entendimiento de la aparición de este libro, me queda solo mencionar quién lo ha gestado y de cómo vino a traerlo al mundo, tras harto pesada y triste brega con el equilibrio de su mente, para que quede claro que no hay en él motivo de interés ni ostentación de ingenio que puedan mancillar las lecciones que contiene. Y para que se sepa la razón del nombre que aparece en su portada, aunque reniegue de él el mismo autor, entre el cantar de gallos de sus páginas. No requiero de extendidas arengas para seguir tal envite y a su persecución, seguidamente, me encomiendo.
Ha de saber Su Excelencia que, allá por los idus septembrinos, viniendo de mis viñedos a las riberas del Tormes, hallé en ellas, debajo de un árbol, temblando como una hoja y poseído por las fiebres, a un hombre seco y en los huesos, turbado en el habla y en los sentidos pero con rasgos de haber gastado menos años de los que su apariencia sugería. Me llegué a él y preguntele de donde era y que hacía en tales soledades. A lo que comenzó a dar terribles voces de que no me le acercase porque le quebraría: que era él todo de vidrio, desde la testa a los juanetes. Acto seguido me pidió que no le hablase fuerte, porque la fuerza de las palabras llevadas por el aliento tenía también el poder de causarle maleficio y era el motivo de que huyese de la presencia de sus humanos pares.
Entre susurros, aguijoneado por la curiosidad y la presencia del sufrimiento ajeno, le pedí que me diera noticia del origen y razón de su infortunio; a lo que el malaventurado convino a dar cumplimiento, a condición de que acogiese yo, sin oponer reparos, tres circunstancias que para él eran vitales: ser el único en emitir palabras, para evitar ruidos mayores; que asumiese servidor el oficio de Analista, que entendí que en sus desvaríos era como mentaba a un quehacer a medio camino entre escribano y confesor, porque no amerita diálogo sino paciencia para transcribir y compasión para dejarle los juicios al altísimo; y que tuviera lugar tal intercambio en las vecindades de alguna lumbre, por ser, ésta, fuente del sosiego de recordarle el órgano donde su naturaleza vítrea había sido engendrada. Tal coincidencia, pues como es sabido de Vuestra Señoría, los misterios de amalgamar las arenas y la potasa no me son ajenos, contribuyó a desencadenar mi compasión; dile el visto bueno a sus condiciones y procedí a ofrecerle albergue, el que aceptó sin mayores reticencias que las debidas a la del transporte de su naturaleza sutil y delicada. Pusiéronle mis criados en un carro, dentro de un par de cuévanos que traíamos para la vendimia, todo cubierto de paja para evitarle mayores penas, y nos hicimos al camino.
Una vez en casa, procedió el buen y frágil hombre, en días subsiguientes, a dar cumplido mandamiento a lo convenido; lo que me obligó a escribir gran número de folios para aprehender los múltiples discursos que la mente calenturienta le iba pariendo. Los mismos que en este manuscrito presento a Vuestra Señoría. En ellos figura la noción de que venía del futuro, lo que es la confirmación de la gran enfermedad que le aquejaba el entendimiento; la cual, a pesar de los muchos remedios que intentamos, no solo no disminuyó, sino que acabó por pasársele al cuerpo. Harta contribución ha de haber hecho a tal desenlace la circunstancia de que, por alegar ser de vidrio, no se metía nuestro orate en la boca cosa que no fuese transparente; lo que le permitía beber agua fresca, mayormente, pero no le daba oportunidad de engullir ningún alimento.
Para hacer corto el relato, resta decir que la mengua le apretó de tal manera y le puso tal prisa de morirse que a los catorce días hubo que llevarle a la sepultura. A la que le trasladamos llorando todas las gentes a las que, por su buen ingenio, notable habilidad, feliz memoria y juicio digno de causar espanto, demostrado con largueza en la agudeza de muchos de sus dichos, en tan corto tiempo nos fue dado estimarlo.