Mientras la multitud repetía mi nombre con histérico tono, me dirigía con nerviosos pasos hacía el comandante. Hasta pensé seguir aparentando que yo era mi hijo: el hijo de Don Manuel. Pero, también pasaba por mi mente la traición de Stalin. No sólo que él ordenó que me mataran, sino que lo hiciera con Karinita; para, con ello, que no hubiesen testigos del robo del Botín. Y también; que me había dado cuenta que el comandante era de la misma calaña de José Stalin. Por ello, él había convertido a Cuba en un régimen de fuerza; de represión; de totalitarismo; en una Cuba condenada a la miseria; a la destrucción física, moral y económica; que era mi Cuba; la de mis padres; la Cuba de Ignacio Agramonte. Cuando se posó en mi mente Ignacio Agramonte, escuché su potente voz cuando me ordenaba: ¡No traiciones a mi Cuba! A la Cuba por la que yo di mi vida. Nunca olvides que tú eres camagüeyano. Y, como tal, si tú traicionas a Cuba está traicionando a Camagüey; y por ende a tú general Ignacio Agramonte. Sólo un camagüeyano puede entender lo que ello significa. Recibir una orden de Ignacio Agramonte, aunque sea por la vía telepática, para un camagüeyano es como recibirla del Señor de los Cielos. También llegó a mi mente los sufrimientos de los cubanos asilados. Y, lo que más me arrugaba el corazón: la cara de angustia que puso en su desesperado ruego mi amiga de la infancia: Pito. En ella vi reflejada la angustia de la mujer camagüeyana.
¡De pronto me vi parado frente al dictador de mi patria!
―!Tome Manuel Junior! -Me ordenaba el comandante: ¡Lea esa carta y díganos si esa es la letra de su padre!
Cuando tomé la dichosa carta en mis manos, sentí que hasta el pensamiento me temblaba. ¿Cómo es posible que esta gente haya escrito una carta con mi caligrafía, estilo y en un papel de mi época? ¡Como ha progresado la ciencia en los 46 años que estuve asilado debajo de las nieves! Sobre todo, en la química; porque, esta carta es obra de un experto en química y un perito calígrafo. En ese momento pensé: esta carta tiene que haberla escrito el que escribió la que José Martí decía que conocía al monstruo. Pensaba así, porque de lo único que yo estaba seguro era que no había escrito esa carta: Yo no tuve maestro sino maestra. Y se llamada Carmela López. No Antonio Palacios, como dice la carta. Al notar que en la carta yo le decía a mi maestro que toda la vida había sido comunista; se me salió lo que tenía de castellano, de italiano, de judío, y de indio siboney, y al momento que levantaba el brazo derecho sosteniendo la carta, mas alta que la estatua de Don Manuel, y pararme frente a los cinco micrófonos solté un grito, que sobre pasó la amplificación que generan los micrófonos y se escuchó en todo el pueblo de Esmeralda y sus alrededores cuando grité: ¡Coñooo, esto es mentira! ¡Yo nunca fui, ni soy, ni seré comunista! La única verdad, de todas las falsedades que han dicho de Don Manuel, es que fui un fiel luchador por la libertad de los hombres, y que fui un soldado en la Segunda Guerra Mundial. ¡Pero yo combatí con el Ejército Aliado, de los Estados Unidos! Porque desde que di mis primeros pasos por estas calles de Esmeralda, yo soy un democrático. ¡Yo soy Don Manuel! ¡Si: Don Manuel! Y odio a los déspotas dictadores! ¡Que viva Cuba libre! ―Apenas pude decir la última frase; la Brigada de Respuesta Rápida se me fue toda encima y me convirtieron en un balón de Balonvolea. En el momento que me arrastraban entre la multitud, escuché cuando el comandante decía: Compañeros; no se preocupen, que los muchachos de la Brigada del pueblo se han hecho cargo de ese agente de la CIA; de este tipejo que se hace pasar por un orate; pero nosotros sabemos que fue enviado por los intransigentes del exilio de Miami y por los imperialistas yanquis en una de sus tantas tretas para desprestigiar nuestra revolución. ¡Que viva la revolución! ¡Que viva Don Manuel! Repetía, la ignorante plebe, mientras que, por ironía del destino, sacaban al real Don Manuel, es decir: a mí, arrastrándolo entre ellos. Cuando los esbirros del comandante me arrastraban escuché cuando una mujer me dijo la frase más refrescante que yo había escuchado, en mi segundo advenimiento a la vida:
¡Esmeralda te adora, Paíto! ... ¡Era Pito!
Lo siento; pero tu comandante y los esquizofrénicos que lo acompañan, no gozaran con mi muerte; pues, para mi patria, yo valgo más muerto que vivo. Y, quien gozará de un orgasmo desenfrenado seré yo; pues, cuando entren sus satánicas balas por mi cuerpo, sentiré como si fuesen cápsulas cargadas con la dulce y exquisita miel del Panal de la Patria: ¡Para mi patria viví y por ella muero! … ¡Que dulce muerte! ¡Gracias Señor!
―Proceloso Don Manuel, le tengo un par de muy buenas noticias. La primera: Que por ser un cubano con elevado amor a la patria, su fusilamiento le será dedicado a quien nos enseñara disfrutar el Paredón: al siempre recordado: Ernesto Che Guevara. Cuando terminó de decirle esto a Don Manuel, voltio la mirada hacía las profundidades del cielo y gritó: ¡Compañero Che Guevara; sus alumnos le dedicamos este fusilamiento! ¡Disfrútalo hasta el tiro de gracia! ―Después, voltio la mirada hacía Don Manuel, y le dijo: ¡Proceloso héroe, Don Manuel! Le concedemos el honor de pedir su último deseo, antes de morir. ―Aparte del de seguir viviendo-, agregó por lo bajo, al pelotón de fusilamiento, al tiempo que dejaba escapar una sonrisa con el irónico acento de los revolucionarios, que fueron entrenados por Ernesto Che Guevara. Ramón perteneció a a los niños pioneros y estos decían: ¡Seremos como el Che! (asmático y asesino: le agregaban los llamados contra-revolucionarios) Y soltando una demente carcajada gritó: ¡Dígame proceloso prócer: Don Manuel, cuál es su último deseo! ¡Que soy todo oído!
―!Qué muera el Comandante!
―!Atención!
―¡Que muera el tirano!
―!Preparen armas!
―!Que muera el déspota!
―!Armas al hombro!
―!Que viva Ignacio Agramonte!
―!Apunten!
―!Que viva Cuba libre!
―!Fuego!
―Don Manuel quedó bocarriba. Ramón se le acercó y, al momento que sacaba su Magnu 57, para darle el tiro de gracia, miraba hacía las profundidades del cielo y decía: Mi ídolo, Che Guevara; eres mi gran guía; pues aún retumban en mis oídos tus alentadoras y revolucionarias palabras: Hemos fusilado, fusilaremos y seguiremos fusilando: Pues nuestra lucha es a muerte.” Por ello es que te he dedicado este fusilamiento. Y, al decirte que sería hasta el tiro de gracia: mira para la cabeza de este contra-revolucionario y: ¡Disfrútalo, maestro, que ello es todo para ti!
―Cuando dijo: es todo para ti!, voltio la mirada hacia Don Manuel y le apuntó con el revolver hacía su cabeza. Y el moribundo Don Manuel abrió los ojos y, mirando hacia el cielo, gritó: !Che Guevara: asesino! ¡Puf!. Ramón, lleno de odio, por la gallardía de Don Manuel, en vez de uno, le dio tres tiros de gracia, en el momento que Don Manuel le tiraba una sonora trompetilla al Che Guevara. Y, al ver que su rostro mostraba una alegre sonrisa, que denotaba una profunda satisfacción, vacio su revolver en su cara.
Después del fusilamiento de Don Manuel mi conciencia se quedó repitiendo las perversas palabras que le dijera el Che Guevara a Ramón González; el agente de la Seguridad del Estado: «Cuando te pregunten que si tú no sientes remordimientos por la cantidad de muertos que tienes a tu haber, no lo niegues; sólo di que lo hiciste por un ideal.» ¿Cuál ideal? ¿Hasta cuando: Señor?
Si ha de llegar el día en que se ajusten cuentas por los crímenes cometidos por los trasnochados, anacrónicos y absurdos comunistas, habrá que reservarle su turno en el banquillo de los acusados a quienes ensangrentaron a su pueblo para crear ese maldito espejismo.