Matt Sheridan dejó la embajada de Estados Unidos para reunirse con el Coronel del Ejército Eleazar Suarez. Era una tarde templada bañada por el sol. Habían fijado la cita en un horario en que los restaurantes del distrito colonial estaban poco concurridos.
Mientras conducía su automóvil, propiedad de la embajada, atravesó un congestionamiento de tráfico, lo que le dio tiempo para pensar en la conversación que había tenido con Suarez hace unas pocas horas. Suarez le había pedido información de inteligencia que los Venezolanos no poseían. A simple vista, era un pedido bastante extraño. Y de existir algún tipo de información, era probable que estuviera juntando polvo en algún oscuro archivo subterráneo de la agencia.
Además, se trataba de un tema sobre el cual los venezolanos, siempre se habían mantenido histórica e ideológicamente alejados. Eso es, hasta que Suarez mencionó más detalles, como el nombre de Janis Endelis, quién había trabajado para la SS y para Perón. Más recientemente, Endelis había brindado sus servicios a elementos militares de extrema derecha durante la guerra civil de EL Salvador. A causa de esta guerra, cientos de miles de refugiados habían ido a parar a los Estados Unidos, y ésto ya era motivo suficiente como para despertar el interés inmediato de Matt.
Mientras calculaba el tiempo que le faltaba hasta llegar a su destino, unos veinte minutos, quizás más, Matt se dio cuenta de unas ironías, una de ellas, que Suarez compartió ciertos detalles pero omitió los más importantes.
Matt había llegado a Venezuela hace solo unos pocos meses, por lo tanto, aún no sabía descifrar lo que los venezolanos no mencionaban. Habitualmente, los venezolanos enterraban sus opiniones verdaderas si tenían alguna consecuencia política. Era como si fueran personajes de un melodrama en el cual tenían que mostrar una cara con una expresión en blanco. Algunos se referían a dicha idiosincrasia como ‘poner cara de perro muerto’. Sin embargo, cuando se inclinaban hacia la honestidad, usaban refranes, tales como los tigres no se comen a tigres, o el canto del gallo no puede ser más claro.
Matt estaba consciente que para comprenderlos, tenía que desenmascarar su realidad y conocer su historia.
Su cargo oficial era el de enlace legislativo, pero su verdadera tarea era la de servir como intermediario entre la CIA y los militares venezolanos. Su trabajo era producto de la reciente reorganización del departamento de Operaciones. Irónicamente, él no era un militar, pero había obtenido el cargo por una combinación de factores, entre ellos su experiencia en el campo de la inteligencia y su dominio del idioma español.
Llevaba ya diez años trabajando para la agencia. Se había unido a la CIA poco tiempo después de haberse graduado en la Universidad de Yale. Luego de perfeccionar sus habilidades, la agencia lo asignó a la frontera con México, luego a Bolivia, Panamá, Ecuador y finalmente a Venezuela, donde actuaba como nexo entre el General Francisco García, miembro del Estado Mayor Venezolano, y Richard Anderson, su jefe. La mayoría de sus reuniones eran con Suarez, ya que Suarez trabajaba directamente bajo las órdenes del General García.
Se dirigió hacia el distrito colonial, que no era tan histórico como su nombre lo sugería, ya que la mayoría de los edificios coloniales habían desaparecido en los años 1940, durante un apogeo de la construcción que acabó con varias manzanas históricas. En la actualidad, el pasado había sido reemplazado por estructuras comerciales y residenciales modernas. Paradójicamente, al distrito colonial se lo denominaba El Silencio, aunque estaba muy lejos de ser silencioso. Su nombre servía para conmemorar el silencio mortal que se produjo a consecuencia del terremoto de 1641, aunque actualmente, gracias al tráfico incesante, era uno de los lugares más ruidosos de la ciudad.
Caracas fue fundada en 1567 por emisarios de España en un largo y estrecho valle. Las montañas del norte con su exuberante vegetación funcionaron como barrera al mar, protegiendo a la colonia del ataque de los piratas, que actuaban tanto en forma independiente como en representación de las coronas de Francia e Inglaterra. Sin embargo, nunca faltaron saqueos, redadas, terremotos, plagas, intentos de invasión, e inmigrantes ávidos de sangre, pillaje y poder. A pesar de todo, milagrosamente prosperó y eventualmente se convirtió en un centro de exportación de cacao, algodón, añil, tabaco y tintes. A partir de mediados de los años 1800, el café se convirtió en una de los mayores productos de exportación hasta el auge del petróleo en los 1920.
Desde entonces, el rédito de las exportaciones de petróleo venía abultando las arcas del gobierno. Cada aumento en la producción estimuló renovaciones como las del distrito colonial, y cada una de ellas fue expandiendo la ciudad hasta sobrepasar los límites al este y al oeste marcados por los barrancos de Caraota y Catuche. Sin embargo, al norte de El Silencio, unos pocos edificios coloniales se salvaron de las renovaciones, como la Catedral, que fue construida en 1674.
La iglesia anterior fue la sede del primer obispado Católico Romano de la ciudad, cuyo puesto fue ocupado por Fray Mauro de Tovar, uno de los primeros tiranos pequeños de la historia venezolana. Su persecución sangrienta a los infieles puso a prueba la paciencia de los habitantes. Catorce años más tarde, cuando finalmente lograron su transferencia a México, su despedida fue muy poco agradable. Antes de abordar el barco, se sacudió sus sandalias y dijo con desprecio, “De ustedes, ni siquiera el polvo quiero”. Los testigos de la despedida, asintieron silenciosamente con la cabeza su falta de educación en reconocimiento que se estaban liberando de un tirano.
No muy lejos del restaurante hacia donde se dirigía, un edificio colonial amarillento de una planta, con rejas de hierro forjado en las ventanas, atrajo a Matt. Sin poder resistirse a su encanto familiar, ya que ya lo había visitado anteriormente, estacionó su automóvil junto a la acera. Tenía tiempo de sobra, así que sin prisa, dejó deslizar su cuerpo atlético de aproximadamente un metro ochenta del carro, y se puso una chaqueta deportiva que sacó del asiento delantero. Caminó por el frente de unas tiendas, ignorando las miradas curiosas que invariablemente provocaba, ya que él era un musiú, un término popular derivado de Monsieur, que también se utilizaba para describir a los norteamericanos. Sus ojos de un azul profundo, su cabello castaño intenso, su chaqueta de corte americano sobre un cuello blanco abierto y sus pantalones azul marino lo hacían resaltar entre los lugareños.
Cuando vio por primera vez el simple edificio amarillento se sorprendió, pues imaginaba que el lugar adonde había nacido el hombre más famoso de las Américas, Simón Bolívar, sería un lugar más digno.
Cerca de la entrada del edificio, había dos retratos en los que se podían observar los surcos de preocupación en el rostro de Simón Bolívar en diferentes etapas de su vida, aunque a decir verdad, no faltaron razones para su envejecimiento prematuro. Los venezolanos nunca entendieron su genio nativo e irónicamente ahora se quejaban de lo mismo de lo que él tanto luchó por protegerlos, de las superpotencias mundiales. No le creyeron cuando vivía, y muchos de ellos seguían sin comprenderlo en la actualidad.
Después de 160 años, el alma de Bolívar se cernía sobre la población como una nube enorme y oscura o como una gran fuente de inspiración. Según la perspectiva individual, despertaba en ellos un gran sentimiento de culpa o un profundo sentido de nacionalismo. Aquellos que aún dudaban de los motivos que impulsaron a Bolívar, se planteaban dos dudas. Por un lado si su dedicación fue solo para acumular más poder para sí mismo, y por otro si había favorecido más a los colombianos. En resumen, ningún líder de su estatura sufrió mas angustia emocional y mental a causa de sus paisanos.
Al final de su vida, había utilizado toda s