Tengo grandes aspiraciones para hacer una carrera en el ejército, pero no a costa de robarle a otro lo que le pertenece por derecho –y aquí el joven levantó la mirada y la clavó en los ojos dorados que seguían con atención hasta el menor movimiento de los músculos de su cara, y siguió diciendo–: las cosas no han resultado como esperaba, pero no por ello voy a darme por vencido. No, señor. No volveré a Roma, porque los Valerii no se rinden jamás ni se amedrentan ante el primer obstáculo que encuentran. He cometido muchos errores en unas cuantas horas, pero me he hecho el propósito de no repetirlos, y dándome cuenta que hay muchas cosas que desconozco en Gesoriacum, la próxima vez que reciba una invitación para pasar a saludar a alguien, consultaré con usted, señor, que es mi superior inmediato, sobre la propiedad de atender un llamado de esa naturaleza para no ofender ni despertar sospechas de nadie. Para terminar, sólo me resta decirle que no, señor. No soy un maldito arribista tampoco soy un ladrón y mucho menos, un espía del emperador, del gobernador Galba ni de nadie –. Y dejándose llevar por el orgullo heredado de sus ancestros, Marcellus agregó–: Soy huérfano y mi herencia se reduce a una porción de tierra que puede ser arada por un par de bueyes en un día. Ésa es mi condición que para muchos es una vergüenza, y para otros es motivo de risa, pero por mi honor y por ese maldito orgullo que es uno de los defectos de mi carácter, primero muerto, antes que recibir un salario como cualquier plebeyo. Agradezco la intención del gobernador, pero algo que he aprendido en mi corta experiencia en el ejército, es que para morir por la gloria de Roma no se necesita usar una brillante armadura o ir vestido con la púrpura imperial. Me apenará mucho ofender la vista del gobernador, pero cuando un Valerius no tiene para pagar un bien entonces prescinde de él.
El silencio reinó durante un largo instante en la cámara de Plautius cuando el joven calló. La franqueza en el discurso de Marcellus y la sinceridad que se leía en esos ojos negros, era más de lo que Lucius había esperado de él. Apenas tenía dos años más que el muchacho, pero a pesar de su juventud, el tribuno que era muy dado al estudio, se sentía conocedor del carácter de las personas.
Más allá de ese análisis que había hecho del joven, Lucius se dio cuenta que haciendo a un lado los prejuicios que había concebido injustamente contra Marcellus, había una natural afinidad de caracteres entre ellos y por encima de todo, estaba esa gran admiración que ya sentía por esa valentía que demostraba ese joven patricio que todavía tenía la edad para ser considerado un niño.
–¿Hay algo más que quieras decir? –Preguntó por último.
–Una cosa más, señor –dijo Marcellus–, pero que quede claro que mi intención de decirle esto, no es para congraciarme con usted ni buscar favoritismos. Lo único que deseo, es comenzar a comportarme como un hombre y no como un niño, y por eso quiero ofrecerle una disculpa por haberme dejado llevar por un mal impulso y haber concebido la necia idea de liarme a golpes con usted para ajustar cuentas. Mas ahora me pregunto ¿qué cuentas? Ninguna por cierto, porque usted no me debe nada y yo sí le debía una disculpa por haberle perseguido por todo Gesoriacum con intenciones de propinarle una paliza ayer por la mañana.